Hortalizas, caracoles
y ogros buenos
Algo que puedo sentir
todavía es aquel olor a leche hervida que se combinaba con otros olores no
menos intensos en la cocina de nuestra casa de Quecedo.
A la hora del desayuno el abanico de aromas era ya espléndido. Los niños nos
levantábamos tarde, y nuestro desayuno de tazón de leche y bocadillo de
torreznos coincidía con la sopa de ajo del abuelo, que a esa hora volvía de
trabajar en Rasillos. Además, mientras los nietos desayunábamos, la abuela
ponía al fuego las legumbres para el almuerzo, que hervían suavemente con unos
cuantos trozos de la corteza que se les quitaba a los jamones. El abuelo
llegaba con la fruta y la verdura recién recogidas y, al depositarlas encima de
la mesa, nos dejaba también una bocanada de olor a campo. Con aquellos aromas
tan diversos empezábamos el día.
La variedad de verduras
y hortalizas que el abuelo tenía en su finca de Rasillos respondía a la demanda
de la cocinera, Juana, que le hacía cultivar incluso especies que no eran
tradicionales o habituales en Valdivielso. Además de lechugas, acelgas,
zanahorias, cebollas y cebolletas, ajos, pimientos, tomates y calabazas, hubo
en Rasillos también borrajas, espinacas, calabacines, pepinos e incluso unas
alcachoferas espléndidas que, al llegar el otoño, producían unas alcachofas capaces
de competir con las mejores de la Ribera navarra. Las arvejas, las habas y las
alubias se daban también con una calidad excelente. Durante el mes de julio
nuestra dieta de legumbres era un poco monótona, pues se repetía en exceso el
puré de habas y guisantes, pero variaba un poco al llegar las primeras vainas
(judías verdes) y los primeros garbanzos. Nada más rico que un cocido de
garbanzos frescos, de los que teníamos una abundante cosecha en la finca de la
Dehesa.
Pero era en septiembre
cuando la sinfonía de olores llegaba a su plenitud. Aunque quedaban ya lejos
las cerezas y las guindas de julio, y las pavías y los melocotones se iban
acabando, la solana se llenaba entonces de bandejas de madera donde las
ciruelas claudias se ponían a secar al sol, para
convertirlas en las pasas que durarían luego todo el invierno y perfumarían las
compotas de navidad. Otra parte de la cosecha de ciruelas, al igual que luego
los membrillos y las manzanas, se hervía para hacer unas densas confituras que
la abuela envasaba en unos pucheritos de barro cubiertos con un papel o una
tela impregnados de aceite y atados a la boca del puchero con un fino cordel.
Estas confituras estaban buenísimas extendidas sobre una rebanada de pan y
acompañadas de unas finas lonchas del queso de Los Altos, que era de sabor
fuerte y un poco picante.
Pero la mayor parte de
la cosecha de manzanas se conservaba al natural durante todo el invierno. En
Bilbao, tanto mi casa, como la de mis abuelos, estaban perfumadas, sin
necesidad de ambientadores artificiales, gracias a las manzanas de Quecedo que colocábamos sobre los armarios. La cosecha era
abundante, porque mis abuelos tenían muchos manzanos en la finca de El
Castañar. Los cuidaba muy bien el primo Juanito, que, al tiempo que utilizaba
el suelo para sus propios cultivos, mimaba aquellos árboles consiguiendo un
resultado extraordinario. Juanito era un hombre muy trabajador y un agricultor
excelente que ayudaba mucho a su tío Valentín, encargándose de todo lo que
hubiera que hacer en las fincas desde noviembre hasta mayo, y anteriormente
durante casi todo el año, cuando mi abuelo aún no estaba jubilado. Gracias a
Juanito pudo Valentín mantener las fincas hermosas como vergeles y disfrutar
todos los años de sus cosechas. Y por culpa de Juanito tengo yo todavía este
aroma inolvidable de manzanas en la nariz y en el paladar, porque no he vuelto
a ver unas manzanas como aquellas en toda mi vida.
Otro producto del valle
que comíamos durante todo el invierno
eran las nueces. Teníamos un nogal enorme en la finca de La Dehesa,
junto a la carretera, y otro también grande en Rasillos. Y cuando recuerdo las
nueces, que nos ponían las manos perdidas y nos dejaban la lengua rasposa si
las comíamos cuando aún no se habían secado, pienso también en aquellos piñones
que tiznaban de negro y que partíamos con dos piedras en El Pinar, un lugar
precioso que estaba a medio camino entre Quecedo y Puentearenas. Tampoco se puede olvidar la miel cuando se
habla de nueces. A nuestra casa llegaba muchas veces en forma de grandes trozos
de panal, de los que mi abuela la sacaba, utilizando luego la cera para hacer
unas toscas velas que resultaban muy útiles durante los apagones. Era una miel
de sabor muy intenso, y resultaba muy placentero masticar un trocito de panal
hasta quedarse con una bola de cera en la boca. Entretanto, para que
aprendiéramos a frenar nuestra glotonería, nos enseñaban aquello tan terrible
de “A un panal de rica miel/ dos mil moscas acudieron/ que por golosas
murieron/ presas de patas en él”. A pesar de la gran cantidad de moscas que
había en Quecedo, sobre todo en el mes de septiembre,
lo de dos mil en un panal nos parecía un poco exagerado, aunque andando los
años, y sobre todo en los tiempos que corren, he visto “panales” a los que
acuden aún más. La pena es que las más glotonas suelen escapar.
También era en
septiembre cuando se escaldaban los tomates en grandes ollas, y las calles se
ponían muy animadas porque las mujeres solían sentarse formando un corro, en
amena tertulia, rodeadas de calderos y baldes, para pelar pacientemente los
tomates escaldados, que luego pasaban por un chino o un pasapurés. Después esta
salsa se embotellaba, y solían poner un chorrito de aceite en el cuello de la
botella, con el fin de que no le entrara aire. Aquellas conservas duraban casi
un año, pues en julio y agosto todavía se comía la salsa de tomate de la
cosecha anterior. Era el acompañamiento habitual de las tajadas de lomo frito
que se conservaban metidas en aceite en las tinajas de la despensa. Este tomate
embotellado era asimismo uno de los ingredientes de las maravillosas salsas que
preparaba la abuela para los cangrejos o los caracoles.
Pescábamos los
cangrejos en las pozas de Fuente Clara, unos magníficos ejemplares que debían
tener por ley al menos la longitud de un cigarrillo sin filtro. Los que no
llegaban a ese tamaño se devolvían al arroyo, para que siguieran creciendo.
Gracias a esto siempre hubo abundancia de cangrejos, hasta que su consumo se
puso de moda en bares y restaurantes. Entonces algunos espabilados (se decía
que “de fuera del valle”) se dedicaron a vaciar de agua las pozas y llevarse
sacos llenos de cangrejos de todos los tamaños. Así los exterminaron. Es cierto
que el método legal de poner nasas y cebo, el que usaba mi padre, resultaba un
tanto lento y aburrido. A los críos nos gustaba más cogerlos a mano. A mí me
encantaba el procedimiento de arrancar un junco y sumergirlo en el agua por la
parte blanca, o sea la raíz. Esta debía de tener un olor especial que atraía al
pobre cangrejo, y era divertido ver cómo se agarraba con pinzas y boca, momento
que yo aprovechaba para dar un tirón y sacarlo del agua agarrado al junco.
La verdad es que la
naturaleza nos proporcionaba muchos alimentos, incluso sin que fuera necesario
trabajar para conseguirlos. Simplemente estaban allí. Por ejemplo, los
caracoles se recogían sobre todo después de una buena tormenta de verano. En
cuanto escampaba, los niños nos calzábamos las botas “katiuskas” y salíamos con
el abuelo a buscarlos, diciendo: “Caracol, col, col, saca los cuernos y ponte
al sol”. Íbamos recogiendo los que salían al camino, pobres incautos, y además
los que descubría el abuelo apartando las ramas de los arbustos con un palo. A
veces, él también los recogía cuando al amanecer bajaba a Rasillos, porque salían
con la humedad que dejaba la noche. De una manera u otra, casi siempre teníamos
en el payo una buena reserva de caracoles que moqueaban dentro de un saco,
hasta que la abuela decidía empezar a darles baños de agua con vinagre, para
sacarles todo el moco y, una vez limpios, prepararlos con una de sus riquísimas
y misteriosas salsas. Empezaba por hacer sobre una tabla un fino picadillo de
hierbas aromáticas que tenía en tarros de cristal o colgadas de la pared. Luego
solía picar en trozos muy pequeñitos unas setas que el abuelo recogía en la
Tesla y que se conservaban secas y ensartadas en un hilo. Tenían un aroma muy
especial y la salsa quedaba maravillosa.
Porque tiene mucho que
ver con los sabores, y porque está bien confesar alguna vez los delitos
cometidos, voy a contar ahora la historia del “ogro malvado” que se convirtió
en el “gigante bueno”. Esto sucedió cuando yo tenía 7 u 8 años. Había en Quecedo un hombre ya mayor, más o menos de la edad de mi
abuelo, que a los niños nos tenía muy impresionados. No recuerdo su nombre,
pero sí su imponente aspecto físico: era muy alto, de piernas largas y hombros
anchos. Debía de vivir en la zona del pueblo cercana a la salida hacia los
Cárcavos. Muchas veces le veíamos bajar por la calle principal y pasar por
delante de la ermita, siempre con paso muy rápido y los hombros cargados hacia
delante. Llevaba un bastón muy grueso que, más que para apoyarse, le servía
para dar fuertes golpes rítmicos contra el suelo, mientras caminaba a grandes
zancadas. Su rostro no era feo, pero su expresión era huraña, siempre con el
ceño fruncido, y nos daba bastante miedo. No saludaba a nadie, ni siquiera
miraba a la gente con la que se cruzaba. Era uno de los dos vecinos de Quecedo que nunca iban a la iglesia, y tampoco se le veía
en las tabernas.
Con nuestra loca
fantasía infantil, inspirada en los cuentos terroríficos y crueles de Perrault, que en aquella época eran muy conocidos, habíamos
encontrado una explicación muy sencilla para este extraño caso: aquel hombre
tenía que ser un ogro, el malvado y temible ogro que, si podía, se comía a los
niños. Y de esta manera, jugando a tener miedo, empezamos a llamarle entre
nosotros “el ogro”, hasta que pasó un extraño suceso.
Un día mi amigo Amador,
el “gafitas”, llegó diciendo en tono burlón y desafiante: “Me sé unos cerezos…
que no los hay mejores ni en pintura. ¡Pero ninguno de vosotros se va a atrever
a catarlos!” Creo que desde el primer momento supimos todos a qué árboles se
refería. Pasábamos al lado de aquellos cerezos cada vez que bajábamos al río,
pues estaban justo antes de llegar a las viñas, separados del camino únicamente
por un ribazo de menos de un metro de altura, reforzado con piedras a modo de
tapia. Brillaban en sus ramas unas cerezas impresionantes, gordas y relucientes,
que decían “cómeme”. Pero, tenía razón Amador: nunca nos habíamos atrevido a
catarlas, porque sabíamos que la finca pertenecía al ogro malvado y nos
imaginábamos lo que podía hacernos si nos pillaba robándole. Aunque también es
cierto que este peligro, por otra parte, hacía que las dichosas cerezas fueran,
de verdad, las más apeticibles de todo el valle. Y
seguramente era aquella la única finca de Quecedo en
la que no habíamos robado todavía.
Ante aquel desafío, se
armó la de San Quintín. Amador no paraba de decir que éramos unos
gallinas, que nos achantábamos por cualquier cosa, y al final, después de
intercambiar unos cuantos sopapos, decidimos ir en grupo a darnos una panzada
de las famosas cerezas del ogro. Antes morir que parecer cobardes. Mi primo
José Vicente y yo, junto con Amador y su hermano Mesines,
y no recuerdo si alguien más, bajamos como aguerrida tropa hasta la finca en
cuestión, saltamos la tapia y nos pusimos a comer cerezas a dos carrillos, pues
teníamos la costumbre, para no parecer finólis, de
tragarlas con güitos y todo, que ya se encargaba la sabia naturaleza de
evacuarlos a su debido tiempo.
Las cerezas estaban
realmente buenísimas y ya nos habíamos olvidado del peligro, cuando oímos de
repente un vozarrón grave y ronco que decía: “¿Qué estáis haciendo?”, al tiempo
que sonaba el golpe de un bastón muy grueso contra la tapia. Nos quedamos
paralizados, con los papos inflados de cerezas y mirando espantados al ogro. Yo
quise echar a correr, pero las piernas me temblaban y no me obedecían. A los
demás debió de pasarles lo mismo, pues nadie despegó los pies del suelo. El
único movimiento que conseguí hacer, fue tragarme de golpe todas las cerezas.
Aún recuerdo que me dolió el esternón y que, por un momento, sentí que me
ahogaba. El ogro nos miró durante unos segundos con el ceño fruncido y luego,
de repente, se puso a lanzar las carcajadas más sonoras que he oído jamás. ¡El
ogro se estaba partiendo de risa! Entonces le oímos decir: “Vamos, hijos,
¡comed todas las que queráis!” Inexplicablemente aquella invitación fue como el
pistoletazo de salida para una carrera que emprendimos todos a la vez. No
paramos hasta llegar sin resuello a la cuesta de La Lomanilla.
¡Y menuda fue la bronca que tuvimos allí! Cada uno de nosotros afirmaba que había
echado a correr solo porque lo habían hecho los demás. Nadie reconocía su
propia cobardía, y mucho menos haber reaccionado como un idiota. La verdad es
que aquellas cerezas al final nos dejaron mal sabor de boca. Lo único bueno fue
que, a partir de entonces, cada vez que veía a aquel hombre caminando con su
gesto huraño y sus golpes de bastón, al cruzarme con él, yo le daba los buenos
días. Y nunca me respondió, pero me miraba y por un instante sonreía. A mí me
gustaba mucho aquella sonrisa y, si ahora no sé decir cómo se llamaba aquel
hombre, será seguramente porque en mi memoria quedó como “el gigante bueno”.
Pues, sí, con este
nombre me ha venido muchas veces a la mente su recuerdo y la lección que
entonces aprendí: que no debemos juzgar a la gente por las apariencias, ni
poner etiquetas precipitadamente, porque corremos el riesgo de hacer el tonto y
quedarnos sin las mejores cerezas.
Mertxe García Garmilla